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Jandrito es un niño obediente aunque no tiene el orden por baluarte. Con seis años recién cumplidos, es tímido pero curioso como un gato himalayo. Y un poco despistado. Muy despistado en realidad.

No es ni feo ni guapo. Exhibe cara redonda y sudorosa como una cebolla, nariz chata y pelo negro surcado por un meridiano que le separa la cabeza en dos mitades. Sus carnosas y minúsculas orejas apenas pueden sostener unas gafas de costumbre sucias como un parabrisas en invierno. Debe usarlas desde que comenzara a arrastrar la cuchara fuera del plato cuando aprendió a comer solo.

A pesar de su edad, ya ha tenido tiempo de romper las lentes un par de veces, perdiéndolas otras tantas. Por eso las lleva sujetas con una goma amarilla bien apretada que le circunda la nuca. Del mismo color es la gruesa montura a prueba de recreos, toboganes y reyertas de arena y piedra. El amarillo es su color preferido en honor al canario flauta que silba como un ángel desde una esquina del salón de casa.

Jandrito es más pillo que inteligente. Sabe poner cara de pena en el autobús para que le cedan el asiento y toser hasta subirle la fiebre cuando no ha hecho los deberes del colegio. Cuenta como mejor hazaña que tuvo una novia. Aunque sólo le duró una tarde y una mañana, el tiempo que la infeliz pudo soportarlo.

-¡No sé a quién ha salido este niño!, repite por costumbre Rigoberta, una chica peruana muy morena que plancha y pasa la mopa tres veces a la semana en el hogar familiar de La Moraleja.

Los sábados se enfunda un disfraz de spiderman que no se quita ni para comer. Ya le viene un poco apretado y, durante la siesta, tumbado en el sofá, parece un salchichón de Campofrío. Durante el weekend, el héroe puede ser visto encaramado a la lavadora, sentado sobre la cisterna del baño emulando conducir una nave espacial o brincando encima de la cama con los puños en alto.

No se llama Manuel pero parece emergido del universo de Elvira Lindo, según dice su abuelo Tomás. Y no lo dice porque sea su abuelo. Lo dice porque es cierto. Además, Jandrito tiene dos hermanos, José Alberto y Sofía, de nueve y diez años, copias exactas de sus progenitores.

Aquel caluroso agosto, todos menos el abuelo –encargado de no dejar sin alpiste al canario-, disfrutaban de vacaciones estivales haciendo un tour por Italia. Marta y Sebastián son brillantes ejecutivos de una gran multinacional, obsesionados por la disciplina y la pulcra educación de sus hijos. Eruditos y refinados, responden al prototipo de turista concienzudo que subraya, con punta gruesa Highlighter, la Lonely Planet.

Después de recorrer la Toscana, Florencia era visita obligada. Antes, una noche en Pisa con el objetivo de visitar la famosísima Torre inclinada de semicolumnas con capiteles clásicos y arcos ciegos. Tras inmortalizarse delante del campanile, degustaron unos deliciosos spaguettis a la carbonara en La Trattoria da Mario. Bueno, todos menos el niño araña, que tuvo el antojo de un arroz blanco tal cual, sin tomate ni nada.

Cuando la familia, ya acomodada en el Alfa Romeo rojo alquilado en el aeropuerto milanés de Linate, se disponía a abandonar la ciudad, el menor comenzó a arrugar la barbilla mientras se palpaba la cara.

-Mamá, Jandrito va a comenzar a llorar, advirtió Sofía con su acostumbrado rin-tin-tin.

-¿Qué te pasa, hijo?, preguntó el padre depositando la mirada en el espejo interior.

-No lleva puestas las gafas. Seguro que las ha perdido, añadió la resabia deshaciendo el nudo de su coleta para colocarse de nuevo el pelo de manera impecable.

-¡Otra vez!, clamó la madre girando la cabeza para observar como Jandrito rompía en un sollozo de campeonato.

Sebastián frenó en seco aparcando al final de una bocacalle. Un gallardo y corpulento gendarme se acercó al intuir alguna contrariedad.

Come hai perso gli occhiali, ragazzino?, preguntó el carabinieri haciéndose el simpático mientras se asomaba al interior del vehículo. Jandrito redobló su llanto ante el uniformado como si hubiera visto al doctor Octupus.

Durante una hora, la familia recorrió varias calles volviendo sobre sus pasos. Mientras caminaban, José Alberto advertía a su hermana que si hubieran dejado un rastro de migas de pan como Hansel y Gretel en su itinerario por el bosque, todo sería más sencillo.

De repente, una gruesa mamma de ojos vivos y manos de cocinar deliciosa pizza de tomate, albahaca, orégano, sal, pimienta, mozzarella en rodajas, parmesano rallado y aceitunas negras, les preguntó qué buscaban desde la puerta abierta de un Hotel:

-Per caso state cercando dei piccoli occhiali gialli?

La mujer les instó muy amablemente a entrar en el establecimiento. En la fachada se exhibía un cartel pintado en madera: Hotel Alessandro della Spina. Al instante, bajó las escaleras del primer piso con las gafas amarillas en la mano.

Conoscete il nostro compatriota Alessandro?, preguntó la donna después de recibir un sincero agradecimiento. –Leggete, per favore, mostrándoles un tríptico en español:

“Monje perteneciente al monasterio anexo a la Iglesia de Santa Caterina de Alessandria de la ciudad de Pisa a quien se le atribuye la invención de las gafas a final del siglo XIII. Una crónica pisana del siglo XIV atribuida a Giordano da Rivalto, monje compañero de Alessandro della Spina, lo recuerda como un hombre modesto, hábil copista, muy ingenioso y versado en la mecánica. El gremio de los vidrieros de Venecia se enriqueció de sobremanera gracias al invento y al monopolio de su fabricación”.

 Marta y Sebastián quedaron sorprendidos al conocer el apunte.

-Muy interesante. Es una pena que la bella historia de este hombre no aparezca en la guía turística…, apuntó Marta.

E se chiama anche como te!!, añadió la mamma ofreciendo un caramelo al pequeño después de manosear sus mofletes cual masa de pizza.

-Muchas gracias, respondió Sofía de manera exquisita sin dejar terminar a la señora, -aunque a mi hermano solo le gustan los caramelos de limón porque son amarillos…

Jandrito se limpió las lágrimas con la manga de su camiseta con la leyenda «Soy un súper héroe» en el pecho, dibujando una sonrisa de oreja a oreja mientras se colocaba las gafas.

Va bene. Ma grazie al tuo fratellino sapete chi è Alessandro della Spina!!

Las palabras de la hospedera colmaron vanidad al ragazzo, levantando las cejas y abriendo los ojos como dos botones. Marta resopló y hizo una mueca con la comisura de sus labios, reprimiendo el deseo de calzarle un cachete en esa parte del cuerpo tan atractiva de vez en cuando para una madre que se llama pescuezo. O collotola.

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