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La mancha de humo difuminada sobre el tejadillo a dos aguas de la Capilla Sixtina conmovió el universo católico. Después de cinco votaciones, el repique de campanas anunciando la clausura del cónclave dio paso al ritual que culminaría con el urbi et orbi. Al reloj de pared le faltaban unos minutos para las siete de la tarde.

El cardenal Battista Re, con aire de mercader veneciano, suplicó la aceptación:

¿Acceptasne electionem de te canonice factam in summum pontificem? 

Se hizo silencio. La voluntad del elegido parecía arrastrada por diez yuntas de bueyes. A los pocos segundos, después de darle un puntapié al diablo, se apoyó en el báculo del colegiado discernimiento para confirmar la deífica encomienda. En las acuosas pupilas del nuevo Pontífice se transparentaba un designio impropio de este mundo. Se quitó las lentes cuando fue interrogado por el nombre que engrosaría el legado de Pedro:

 ¿Quo nomine vis vocari?

Como de costumbre, entre el colegio cardenalicio circularon diferentes propuestas para bautizar la nueva Cátedra.

-Adriano sería una óptima elección, se extendió entre algunos purpurados.

Tomó fuerza la alusión a Adriano VI de Utrecht, un Papa reformista que gobernó la Iglesia de 1522 a 1523. En las galerías vaticanas se advirtió de las similitudes del pontificado de Adriaan Floriszoon Boeyens con la nueva era que se abría en la Iglesia.

-Roma necesita algunos cambios…, se cuchicheaba entre corrillos mientras bocanadas de incienso inundaban las estancias.

Humilde, cercano, sumergido como estaba en las intrincadas tareas de la regencia de España, Adriano VI ni siquiera asistió al cónclave en el que se proclamó su designación. Años atrás, fue elegido por Maximiliano de Austria como maestro de su nieto Carlos de Gante. Ejerció su cometido con eficacia y compromiso entre 1505 y 1515.

-Este Papa no se arrugará; le sobra descaro, mascullaban los más resueltos.

Al cabo del tiempo, Carlos I, rey de Castilla y Aragón, distinguiría a Adriano confiándole la regencia de los reinos cuando tuvo que ausentarse en 1520 por razón de su designación como cabeza del Sacro Imperio. No fue una encomienda exenta de riesgos, pues se vió obligado a lidiar con las quejas de los castellanos frente a los privilegios otorgados a los borgoñones. También tuvo que sortear la sublevación de los comuneros que culminó en Villalar.

-Cierto que hacen falta reformas, pero con tacto… , apostilló con gesto prudente uno de los más ancianos mientras se ajustaba el anillo cardenalicio.

El 9 de febrero de 1522, Adriano VI fue elegido Papa sucediendo a León X. Se encontraba en Vitoria preparando Navarra para la defensa ante la amenaza francesa. La noticia llegó al poco tiempo a la Casa del Cordón en Burgos, donde se hospedaba. En una solemne declaración aceptó la elección. En ella proclamó su confianza en Cristo, “que otorgará su fuerza, aun siendo indigno, para defender a la cristiandad contra los ataques del mal, y para reducir, al ejemplo del Buen Pastor, a la unidad de la Iglesia a los que yerran y están engañados”. Pronto emprendió viaje a Roma acompañado de su inseparable secretario, el doctor toledano Blas Ortiz, hermano del compositor Diego.

-El mundo entendería un nuevo Adriano como un inequívoco mensaje de renovación…

A su llegada, reinaba la peste en la Ciudad Eterna. Al día siguiente de su coronación, suplicó ayuda a los cardenales para un doble propósito: la unión de los príncipes cristianos para combatir al turco y la reforma de la curia. Sin embargo, tuvo dificultades entre los cardenales, no habituados a un estilo de vida sobrio y austero. Su costumbre de celebrar misa a diario, algo insólito entonces, produciría gran rechazo. Falleció al año siguiente y fue sepultado en un mausoleo diseñado por Badassare Peruzzi en la Iglesia romana de Santa María dell’Anima.

-¡Adriano no, por Dios!, se escuchó a última hora a un grupo de disidentes liderados por un cardenal con ojos de batracio que pareciera haber salido de un cuadro de Rubens.

Una ingente marea esperaba expectante. Banderas de todo origen ondeaban a la caída de la tarde en la ciudad eterna. El vuelo alborotado de las palomas barruntaba la buena nueva y un repentino azote de viento se filtró entre el bosque de columnas berninianas. Se abrieron los ventanales al compás de una palpitante ceremonia. El protodiácono francés Jean-Louis Tauran, maltratado por los colmillos del parkinson, se asomó a la logia de la Basílica:

Annuntio vobis gaudium magnum: ¡Habemus Papam!

La Iglesia universal ansiaba conocer a su nuevo príncipe, quien revestido de blanco inmaculado parecía depositar su mirada glauca en el estuario del Río de la Plata.

Eminentissimun ac Reverendissimum Dominum Georgium Marium Bergoglio.

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