Un suspiro. Un bajar a la calle y abrir el paraguas. Un cambiar la arena del gato. Maldecido delante de un semáforo en rojo y mirado por encima del hombro en la cola de un banco. Siendo optimista, en un minuto apenas cabe un café o un artículo de periódico. A lo sumo para llenar una jarra de agua, telefonear a tu hija para preguntarle dónde carajo ha aparcado tu coche, probarte una camisa o simplemente hacer un pis. Un minuto no da para mucho más.
En latín, “minuta” significa instante breve. Hasta en el diccionario carga con el desdén de la unidad desmigajada que cierra un paquete de galletas. Además, no es medida exacta y precisa como el segundo, elevado a otra categoría por su hermanamiento con la centella. Un minuto equivale al homólogo ángulo que dibuja la tierra en su movimiento de rotación. Por ello es impreciso y objeto de medición constante. Hasta en esto ha salido mal parado.
-¡En una hora sí da tiempo!, se le ultraja en favor de la hermana mayor.
Un minuto se desprecia sin rubor. El te llamo en un minuto se ha convertido en advertencia de que pueden salirte telarañas esperando. Y con los minutos perdidos podríamos llenar canastos. Se van cayendo de los bolsillos como caramelos de horrible menta.
No sé si pensaría lo mismo el joven norteamericano Henry Gunther, cuyo reloj de pulsera se paró en la fría mañana del once de noviembre de 1918. Sus párpados caídos delataban insomnio. Cierto que la trinchera no era un lugar cómodo para dormir. A la luz de una luciérnaga había leído varias veces una carta de su novia mientras fumaba cigarrillos liados. A sus pies yacían, desde la noche anterior, dos compañeros con la tapa de los sesos abierta.
Comenzó a llover y el sargento Gunther a tiritar de frío. Se cubrió las orejas con las solapas del abrigo gris planchado de pólvora, barro, orín y sangre. Apretó los labios y, como un topo, asomó sus ojos por encima de la guarida cosida con alambre de espino. Sacó de su oxidada cajetilla un último cigarrillo que apenas pudo encender.
Cuando más arreciaba la lluvia, en un arrebato cargó su bayoneta. Le temblaban las manos. A la desesperada salió a campo abierto con la fiereza de un bisonte y la osadía de un gorrión tirándose del nido por primera vez.
-¡Vuelve, por Dios!, le gritaron como a un sordo.
Avanzó hacia las líneas alemanas con la bravura de un Leónidas. Debido a la gravilla amasada de lodo, estuvo a punto de besar el suelo en un par de ocasiones. Gunther se alzó valiente sin esconder la cara. Lo hizo por primera vez desde que comenzara la carnicería cuatro años atrás.
Se despojó del temor despreciando el frío. En su trayectoria dejó un reguero de testosterona. Si hubiera podido se hubiera quitado las botas, el incómodo casco de hierro y hasta el abrigo. Se bastaba con la camiseta verde oliva para creer que inclinaría él sólo la balanza de la guerra. Se ajustó el casco a la barbilla elevando el fusil. No veía alemanes pero podía olerlos.
Respirando euforia y, sin dejar de avanzar, sintió un agradable calor en el pecho que le hizo soltar una media carcajada. Diluviaba. Muy cerca, en Compiègne, el mariscal Ferdinand Foch, comandante en jefe de las fuerzas de la Triple Entente, y un hombretón alemán con pómulos rosados llamado Matthias Erzeberger, firmaban una carpeta de documentos a bordo de un ferrocarril. Más de nueve millones de muertos pagaron la factura del desayuno. Eran las once de la mañana en punto cuando se declaró el alto el fuego que ponía fin a la Primera Guerra Mundial. Un minuto antes, en menos que se abre un semáforo o se vacía la vejiga, una última bala del calibre 7,92 milímetros y núcleo de acero, disparada desde un fúsil Mauser, le atravesó el pecho. El soldado Gunther cayó fulminado.