
Pronto se cumplirá un año de tu visita a la capital de Serbia, que fuera también de la antigua Yugoslavia. Una de esas misiones en las que ocio y negocio se besan sin miramientos. Enseguida te apoltronaste en una terraza de la Plaza de la República. Lucía un sol espléndido en Belgrado junto a la estatua ecuestre de Miguel III Obrenovic, héroe nacional por la expulsión, a las bravas, de los otomanos en 1867. Decenas de palomas honraban, a su manera, la memoria del príncipe. Captaste la atención de un joven camarero con cara de pocos amigos, a decir verdad. Con esa mirada acerada que solo otro eslavo es capaz de interpretar. Pediste una cerveza, y te preguntó, o así entendiste, si la preferías en vaso o en botella.
Te faltó el aire. Como cuando tienes la torpeza de tocar, por despiste, el extremo de un cable conectado a la corriente. Por un instante, tu memoria retrocedió a gran velocidad, hasta detenerse en el 30 de noviembre de 1977. Cuando Belgrado, para un niño de ocho años, formaba parte de esa zona del mundo tenebrosa y distante, completamente ajena, donde esperas no tener que ir nunca. Y siempre de la mano de papá y mamá si fuera inevitable.
De aquella jornada brota tu recuerdo más añejo de fútbol en televisión, por supuesto en monocolor. Hacía frío en el Toledo preconstitucional y el partido se jugó a mediodía, hora inusual. Comiste en un santiamén para no faltar ni a la interpretación de los himnos. Apuraste hasta el último minuto para volver al Colegio, creo que a las cuatro de la tarde. Con la cartera sobre los hombros y el abrigo abrochado esperabas el pitido del árbitro para salir escopetado.
Era festivo en Yugoslavia. El Mariscal Tito, presidente de la República entre 1953 y 1980, concedió el día libre a todo el país. Estaba en juego una plaza para el Mundial de Argentina, que obtuvo España gracias a un gol de Rubén Cano. Parece que lo estás viendo. Un pase profundo de Juanito a Cardeñosa, quien llegó por poco a centrar antes de que saliera el balón por el fondo. El jugador del Atlético de Madrid remató empalando el balón al palo largo. Como era costumbre, lo celebraste como un saltamontes a pesar del petate de libros a la espalda. Fue algo terrible, tremendo. El partido más duro y desagradable que jugué en mi vida, confesó el goleador al día siguiente.
Cuando el encuentro estaba para terminar, desde el banquillo español se pidió el cambio de Juanito. Al salir, hizo aquel gesto con el dedo pulgar hacia abajo mirando a la grada.
-Eso no se hace, dijo tu padre anticipando lo peor.
De repente, esa vez sin preguntar, desde la grada se sirvió cerveza. Pero embotellada. En la televisión se vio perfectamente el vuelo y el impacto en la cabeza de nuestro jugador. Cayó al suelo desplomado y se armó la marimorena, como decía tu abuela. La policía evitaba con perros que la gente saltara al campo mientras sacaban a Juanito en camilla. Juraste en el arameo que le era permitido a un niño de segundo de EGB.
Con nervios visitaste el lugar del crimen. Ahora en color. Y la piel se te erizó al clavar los ojos en aquel arco donde permanece el recuerdo de un gol especial, el primero de cientos, quizá miles, que has visto en cuatro décadas. Sentiste que aquella portería es la cajita donde se esconde uno de tus secretos mejor guardados. Sin la cartera a los hombros ni el abrigo de lana, te atreviste a confesar la anécdota al responsable del museo, quien exclamó, con un gesto agridulce : ¡Juanito! Después de unas risas un poco forzadas, te pareció bien comprar un pantalón de entrenamiento del Estrella Roja. Y aquí Dios y después gloria.
Dos horas después estabas a los pies del príncipe Miguel rodeado de palomas y exyugoslavos, tal vez hijos, o nietos, de quienes abarrotaron las gradas en blanco y negro. Aun sin aspecto de otomano y mucho menos de estar a las órdenes de Kubala, preferiste no tentar al diablo.
-La cerveza en vaso, por favor.