Tom decidió asomarse a la pantalla dos días antes de la Nochebuena. Con sigilo para no incomodar demasiado. Esperaba encontrar desconsuelo en aquella mirada madura y algo brumosa. De esas que cercenan la nitidez. La lluvia constante sumaba humedad a la tragedia que se cernía sobre el cuerpo frágil. Formaría parte de la desdicha el estremecimiento de su cuello angosto y extremidad picuda. La misma que separa, como la vida de la muerte, sus ojos hundidos. Afligidos por la melancolía y el odio a la Navidad a partes iguales. A pesar del engorde de las últimas semanas, sería razonable un semblante alicaído fruto de una respiración desganada. La papada de tejido bermellón no era más que camuflaje contra el apocamiento.
Sin embargo, no halló precedente en un delicado pero animoso ir y venir, tan contrario a la presunta languidez que presagia lo inevitable. ¿Habría ya perdido la noción del tiempo? ¿O quizá era bálsamo el ingenuo dejarse llevar? Nada de esto. Ni el azote de la persistente lluvia ni el crepúsculo vital tuvieron reflejo en la supuesta actitud taciturna. Por sorpresa, al sentirse curioseado por el hombretón de camisa tejana -que sin duda reconoció familiar-, Pancho se mostró íntegro. Seguro de sí. Al inverosímil desenfado añadió un aspaviento de júbilo rozando la jactancia. Como un convencido, frente al pelotón de fusilamiento, de una pirueta del destino. Al instante se giró y, moviendo la rabadilla al compás de un Gardel, todavía se atusó con fanfarronería. Alzó la mirada al saberse espiado a través de la webcam. De repente dio un brinco. Y se sostuvo en el aire haciendo un singing in the rain con el tacón de sus contramuslos. El pavo Pancho se puso el mundo por montera gracias al indulto que la pandemia trajo bajo del brazo. La multitudinaria cena familiar de Nochebuena había sido clausurada.
Fernando Lallana 